Durante el mundial de fútbol ya enchufé algunos posts hablando de la perspectiva del mundo que tienen algunos (muchos) estadounidenses, y me servía del deporte para situarme un poco en el mundo globalizado liderado por nuestros amigos los norteamericanos. Ahora que se está celebrando el «mundial» de basket en los USA, voy a darle un poco de caña al mismo tema, pero esta vez con la canasta de por medio.
He puesto «mundial» entre comillas porque ellos consideran este torneo como «liga de naciones», ya que el verdadero campeonato mundial es la NBA. El anillo que entregan a los jugadores campeones de liga lleva inscrita la leyenda «campeones del mundo». Quizás no es prepotencia, es sólo una evidencia: los mejores jugadores del mundo están en la NBA. Pero detrás de la evidencia hay lecturas más detalladas.
En este artículo del Indianapolis Star referido al equipo español, se dedican muchas líneas periodísticas para desmentir una creencia que se daba por cierta en los círculos baloncestísticos norteamericanos: en España no se sabía jugar al basket hasta que el equipo de Estados Unidos, el Dream Team, les enseñó en las Olimpiadas del 92 en Barcelona.
Como lo lees. Los jugadores españoles eran unos patatas hasta que vieron en persona a Michael Jordan, y fue sólo entonces cuando los padres de Gasol decidieron engendrar un ala-pivot con buenos fundamentos de ataque. Menos mal que una entrevista a Garbajosa (qué bueno es este tío!!) les saca de dudas: existieron una vez un tal Epi, y un Corbalán, incluso hubo un tal Fernando Martín que jugó en su NBA. Y en 1984 la gente se sabía de memoría los nombres de todos los jugadores que ganaron la plata olímpica en Los Angeles.
Pero en el fondo de esta anécdota vuelve a pasarme por la cabeza lo mismo, sólo los ganadores escriben la historia, y en Estados Unidos no solo reescriben la suya propia a través de la avalancha cultural que nos aplasta de forma tangible o intangible. Resulta que también reescriben la nuestra, la tuya y la mía. De pronto descubro implantado en mi cerebro un nuevo recuerdo. Tengo catorce años y estoy mirando atónito ese extraño y alto artefacto culminado en un arito con red que hay en el patio de mi instituto. Y mientras lo escruto con cara de gilipollas, no puedo adivinar para qué coño sirve.