En un bareto cerca de la Plaça del Pi, impresionado, acabo de leer el artículo del último Wired, donde Stephen Wolfram explica que el universo son sólo cinco simples líneas de código en ejecución (imagino que corriendo en la Palm de Dios, por lo menos). A través de la vitrina del bar, veo una chica pasar: lleva la cabeza sujeta por cuatro varas de metal, víctima de algún accidente supongo. Instintivamente tuerzo la vista y me topo con una desangelada ristra de tapas, donde destaca un mejillón recubierto de una fina capa de rebozado, ocultando los misterios de una receta infame.